20090813

Miercoles

Echó un vistazo fugaz a su reloj de mano «Seguro no le importará», pensaba mientras apresuraba su caminar.
El sol dirigía con vehemencia sus rayos inclementes a los transeúntes y el calor ascendía desde los más recónditos intersticios del pavimento. Mientras tanto, recordaba casi por instinto; «caminar derecho hasta llegar a la avenida grande y seguir hacia la izquierda...». Así lo hizo, caminó derecho, llegó a la avenida y después siguió a la izquierda. -¿Cuál era el nombre de la calle? -pensó en voz alta al son del bullicio del periférico-. ¡Ah! ésta es... "Butacaris" -giró nuevamente a la izquierda y reanudó su camino, miró el reloj y, cual cemental finamente adiestrado, comenzó a trotar.
Segundos antes de que llegara a su destino, él ya esperaba en el recibidor con beneplácito, al verla esbozo una casi sonrisa, abrió la puerta, le cedió el paso, y juntos se adentraron en aquel lugar que siempre estaba dispuesto a acogerlos . Se sentaron en la sala uno frente al otro y hablaron sobre ningún tema en específico: el transporte público, el calor, el partido que minutos después comenzaría. Después, el silencio reinó por completo hasta que él interrumpió a bocajarro: "¿Quieres un vaso con agua? "
-Sí, por favor -respondió ella con la mirada fija en las cortinas que pendían inmóviles en dirección a la calle.
Él se levantó del sofá -el que minutos antes habías sido testigo del silencio abrumador que los oprimía-, se dirigió hacía la cocina y llenó el vaso con agua de la más diáfana, preguntó si la deseaba con hielo, a lo que ella denegó. Se lo tendió con sólo una servilleta.
El silencio raso volvía a dominar el espacio que ellos dos compartían. Respiraban sin exigir nada a cambio, cada uno con la vista perdida y un tanto dubitativa. Cuando parecía que todo culminaría ahí, ella se levanto de su lugar y se postró junto a él con la esperanza de recibir algún contacto, algún roce, alguna caricia. Pasados pocos minutos él la tomó de los hombros y dispuso su cabeza en uno de sus pechos modestos, después comenzó a tocarla con sutileza; el torso, la cadera, la cintura, los senos, y ella lo miró de manera infinitesimal.
-Quiero hacerte el amor -le dijo él al oido, y del fémino tímpano a las uñas de los pies, ella se estremeció. Justo entonces el mecanismo había echado a correr, y los minutos fueron horas. Anidaron en aquella cama inalienable y, tal como era de saberse, hicieron el amor, compartieron carne y percibieron las emociones que ambos emanaban de sus dilatados poros. Así era siempre, intimaban, se regocijaban en placer, sus sexos certificaban aquel encuentro como si fuera el fin del todo y, después, se quedaban inmóviles, enmudecidos, agitados, intentando acompasar la respiración, ateridos al instante que jamas regresaría, y a veces, sólo a veces, dormían, pero ésta vez no sucedió así. Tendidos en la penumbra, con los cuerpos desnudos y la mente navegando en las aguas bonancibles de lo desconocido, se volvieron el uno al otro, mientras ella pensaba: «No quiero buscar más, lo he encontrado...». La manera en que él la miraba la hacía sentirse hermosa, los complejos quedaban de lado. Ella encontraba en sus brazos el mejor albergue.
-Te amo -dijo él en tono afable, casi en musiteo-. Te amo tanto...
-Yo sé... te amo también
-No hay dudas, ¿lo sabes?
-Sí, lo sé. Ya no las hay -afirmó segura de sí misma mientras lo abrazaba con fuerza y le acariciaba el cabello.
Minutos después salieron y partieron de regreso.
Al llegar a su casa, ella sintió unas ganas desaforadas de beber toda el agua que le fuera posible. Era como un acto reflejo fatal; cuando las emociones se trastocaban sentía que debía ponerlas en orden, y esto sólo lo lograba bebiendo agua; simple, diáfana, y pura agua. Pero no la bebía así, sin más ni más. No, si no era en un vaso de cristal no infundía en el mismo efecto. Así que tomó la botella del cuello, vertió agua en un vaso lo suficientemente grande y comenzó a beber. Terminada el agua, se dirigió al lavabo y lo dejó ahí. De repente un recuerdo perecedero sucumbió en el umbral de las ideas más insignificantes. Recordó el día en aquel bar del centro. Podía ver con claridad a cada uno de los ocho hombres que tocaban el sinfín de un alborozo estacional. Parecían comisionados de lo simple y lo jocoso; el joven con el monociclo, el hombre al sax, otros dos a la trompeta, un hombre mayor en el ukelele, otro acariciando el contrabajo y uno último amenizando con guitarra. Después evocó el alcohol que se consumió con venia aquella noche. «Estando en estado etílico, ¿quién podía llevar abajo tremendo regodeo?» pensó, mientras miraba sin mirar los trastos sucios que debían ser lavados.
La noche había caído por completo y el cansancio avasallaba su cuerpo. Hizo una rápida visita al baño para lavar sus dientes y su rostro, se cambió de ropas, y se profundizó en las frías sábanas. Con la opacidad de su mente y la que se suscitaba en su habitación, las ideas acorralaron la sesera y comenzó a pensar en él. Poco a poco una serenidad desmesurada la arrulló y, mientras cedía a los arrumacos de ésta, repitió en tono de oración: "Lo sé. Ya no las hay...".

1 comentario:

Dídac dijo...

Y yo...