20090601

Un poco de el joven Ícaro... (en colaboración con Él)

Ocupaba una de mis dos únicas, desgastadas y entrañables sillas, ambas paralelas al ventanal al que suelo ocurrir en días de agobio. Desde aquí percibía con exactitud las sensaciones frívolas, sincronizadas con el inclemente golpeteo de la lluvia que involuntariamente terminaba deslizando en las desprotegidas cabezas de los transeúntes.
Miré mi libro virgen que esperaba ser leído desde hace algunos meses, lo adquirí en un bazar a unas cuantas cuadras de mi departamento, cuando lo compré ni siquiera hube pensado en leerlo, no sé por qué lo compré.
Denoté cómo el reloj me devoraba con sus insaciables manecillas, que con cada segundo me convertía en un mártir insoportable. Nunca le hube protestado al tiempo, no, siempre fui espectador taciturno, pero hoy es diferente, hoy no es como fue.
Mi mirada extraviada no percibía demasiado, excepto sombras y figuras cotidianas, planas y simétricas, inertes, tal como mis carentes deseos. No fui capaz de sobrevivir al inquieto mar de desolación, el cual me mantuvo al margen todo este tiempo, mi capacidad de salir a flote se evaporó rompiendo con todo ciclo, jamás regresaría, pasó de estar a no estar. La lluvia cesó y con ella mi sentir.
Las sombras y figuras se tornaron en sólo más sombras y más figuras, pero esta vez las pude reconocer, al hacerlo, dieron paso a algo inesperado, tanto como el renacer del sol. Mi mirada, de ser un objeto evasivo hacia lo real, comenzó a vislumbrar lo que es, lo que fue y lo que será: dos jóvenes, ella y él, mojados, sentados en el suelo, vivos, miraban con una determinación infinitesimal algo, (por más que lo intento no logro saber qué era) sus sonrisas acompasadas demarcaban mi miserable estar que hasta ese instante perduró. La visión casi pueril culminó cuando me resolví a observar mis desidiosos alrededores, cada uno con cierto detenimiento, el detenimiento que había reservado para la ocasión. Deslumbrantes rayos de sol comenzaron a traspasar con gran timidez las grises nubes que envolvían el cielo, sin ningún problema penetraron a todos los rincones del cuarto anteriormente oscuro y ahora dejaba ver su mísero contenido, indagué en él, uno a uno se postraban en mi inusitado uso de atracción, mis paredes blancas, parcialmente deterioradas por el cúmulo de humedad, querían venirse abajo como reproche al mal cuidado que les hube dado, detrás de mi, justo en medio de la habitación se hallaba mi mesa, cuadrada, de color ocre, sin sillas pero con suficiente espacio para cuatro personas, encima, los platos sucios de la comida de hace unas horas eran invadidos por repugnantes moscas, ¡cómo me gustaría que la lluvia atravesara el techo y que las grandes gotas derribaran sin consideración a mis diminutas enemigas negras! Mis manos, esclavas de la inmovilidad, decidieron persuadirse a sí mismas a galantear con los exclusivos objetos: primero los más cercanos, después con todos, verbigracia: libro, trastes, reloj, llaves, etc. Me convertí sin siquiera saberlo en acreedor de una nueva sensación, interés.
Regresé mi cuerpo a la silla y mí vista hacia el ventanal del balcón, los jóvenes se regocijaban y parecían más alegres que momentos antes, el sentido del oído lentamente se incorporaba a mí y los estímulos llegaban hasta la corteza, lo sé porque escuchaba el melódico sonar del organillo, “tal cual hoja al viento, quisiera llorar, de sentimiento”. Esa era la melodía que surcaba libremente el aire hasta penetrar en los oídos de los paseantes. Disfrutaba con beneplácito las invisibles e intangibles ondas sonoras que con gran facilidad a mí llegaban. Mi aprobación a la música y mi sumiso estado de tranquilidad abruptamente cesaron, lascivos golpeteos dañaban la puerta, cada uno semejante al estruendo producido por una descarga de cañón detonaban en mi interior pequeñas bombas que demolían las débiles estructuras de la razón, recorrían mi cuerpo entero imposibilitando el pensamiento, reaccioné con perplejidad, los malditos golpeteos no cesaban destruyendo así mi regocijo fugaz, me levanté lentamente de la silla y con un miedo que hubiera doblado al más fuerte caminé hacia mi único destino, la puerta. Crucé el cuarto, de pared a pared. Los golpes no paraban, cerré los ojos y suspiré, si practicara alguna religión seguramente hubiera rezado en silencio, mi corazón latía con tanta furia y desesperación a tal grado que imaginé cómo salía de mi pecho y me abandonaba, dejándome sólo con mi infortunio. Me dispuse a abrir la puerta, mis manos temblorosas y sudadas se acercaban con lentitud desesperante para retrazar el inevitable encuentro con la perilla, en cuanto la alcanzaron dejó de sonar, fue como si aquello que tocaba con inquietante fuerza de alguna manera me viese y sólo esperara a que abriera. Tras segundos de calma turbada giré la perilla hacia la izquierda (como se considera convencional), poco a poco las enmudecidas bisagras cedían a su mecanismo predestinado. No estaba abierta ni 45 grados cuando discerní que no había nadie. Saqué la cabeza y parte de mi torso para tener un mejor panorama de lo que pudo haber sido una visita, afuera entre mi pared y otra separadas a metro y medio se formaba el corredor, giré mi cuello hacía la derecha, hacía la izquierda, no había nadie ahí, no encontré nada que no fuera la espesa humedad provocada por la reciente lluvia, un poco de aire, y, detrás de este, más aire. Era todo.
El resto del día transcurrió lento como el arrastrar de las caracolas, esperando que al cerrar los ojos inmediatamente me perdiera en las aguas diáfanas de mi inconciente y fuera arrastrado hacía mis relegados recuerdos por la disposición de las enardecidas corrientes. El cuarto nuevamente ocultó su lado visible, me levanté de la silla y, con el mismo inexplicable cansancio que se apoderaba de mí todos los días, avancé hacia la cama, cabía una sola persona en ella, nunca hube pensado en dormir acompañado, el colchón se calcinaba de viejo y dejaba ver sus oxidados resortes que rechinaban a cada movimiento, por mínimos que fueran esos rechinidos me provocaban ira. Las cobijas y la almohada no estaban del todo mal, me cubrían completamente y me mantenían tibio. Me cambié de ropas e inmediatamente después me acosté, recordé el suceso de hace unas horas y al momento mi corazón golpeó precipitadamente el pecho, intente tranquilizarme. Bajo la opaca luz de luna creciente cerré los ojos y, sin saber lo que vendría minutos después, dormí.

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